viernes, 1 de octubre de 2010

Overworld

Capítulo 1: El señor de las tinieblas y el zorro

En la Cueva de Escandra, ubicada bien al fondo del Precipicio Perspicaz, moraba un mago. Era un mago negro. Controlaba vivamente el elemento oscuro, a pesar de tener también sólidos conocimientos en magia ígnea y gélida. Se había refugiado en aquella cueva por voluntad propia, pues tenía recelos de la humanidad. Decidió vivir como ermitaño y así aprender de la naturaleza vívida y cálida, a diferencia de su ex-gente. Vivió allí por cuarenta años, y ya había alcanzado una fuerte armonía con la naturaleza. El río fluía de cierta manera si él se lo pedía, los árboles se apresuraban en crear frutos si él los necesitaba. Ninguno por obligación, todos lo hacían por su conexión. Pero el mago nunca hubiera predicho lo que sucedería en su cumpleaños ciento sesenta y dos, el mismo día del aniversario de su aislamiento.

Un día, el mago estaba arrancando las raíces de un árbol, cuando oyó de pronto el sonido de alguna criatura impactándose en el suelo. Se giró y vio a un zorro, era joven, tenía una piel magistral. El mago estaba impactado, no sólo porque ningún ser había podido llegar a aquella zona tan baja del precipicio, si no porque hacía tiempo que no veía a alguno. El zorro parecía herido.

Seguramente el muy listo cayó de un barranco. Pensaba el mago, suspirando. No sabía qué hacer. Sentía y la naturaleza le decía que debía de ayudarlo. Lo llevó a su cueva, y mientras lo tenía tendido en una cama hecha de hojas y ramas, preparaba una pomada. Luego de diez días de reposo, el joven zorro se despertó. Aturdido, se sentaba en, y con, la ayuda del follaje y miró por cada rincón de la cueva desde la posición en que se encontraba; parecía vacía. Un poco temeroso, decidió recostarse y esperar a que alguien -o algo- apareciera; luego vería qué hacer. Pasaron tres horas y no podía reconciliar el sueño, y cuando estaba a punto de levantarse alguien apareció desde la entrada. Era el mago quien, aún más impactado que el joven zorro, dejó caer al suelo las ramas y frutos que traía consigo.

–¿Q-quién eres?– preguntó el zorro, sin poder evitar mostrar su miedo.

–Soy quien te rescató y sanó...– contestó el viejo, quien no pudo evitar mostrar su temor.

–Eh...– el zorro estaba aturdido, no por sus heridas, si no más bien por la situación. Ningún humano lo había tratado así.

–Hmm... Permíteme presentarme como es debido. Mi nombre es Sombra, soy un ermitaño y mago, y este aposento que ves es mi hogar.– contestaba el ermitaño, mientras se sentaba en una silla y jugaba con una manzana.

–Soy un zorro y me caí por accidente.– decía el zorro con simpleza.

–Ya veo, ya veo.– reiteraba el ermitaño.– Veo que de verdad es un idiota.

–Sí que me di una buena tumbada.

–Sí. Estabas todo molido.– reía el viejo. Hacía tiempo que no conversaba. Le era agradable volver a hacerlo, aunque fuera con un zorro.– Discúlpame la imprudencia, zorro, ¿Pero cómo sabes hablar mi lengua?

–Siempre me he podido comunicar con humanos, y con cualquier especie. No es que esté justamente hablando tu lengua, si no más bien tú me oyes como si así lo fuese.

–Ya veo, ya veo.

Era un gran hallazgo el que había encontrado, ¡Un zorro parlanchín!, y al parecer ya se había relacionado con otros humanos. El mago fue a conectarse con la naturaleza en la cascada adjunta a su cueva, mientras el zorro lo veía desde su cama hecha de hojas y ramas.

–¿Qué hace, viejo?– le preguntaba curioso el zorro.

–Medito. Espérame un poco, zorro, deja que termine.

–¡Ah! Qué aburrimiento.– se quejaba el zorro, pero no podía dejar de verlo.– ¡Vamos, dímelo!

–¡Ah, que hinchas! Ya te lo dije, medito. Me conecto con la naturaleza y así perfecciono mi espiritualidad.

–Al parecer, viejo, usted es un excéntrico. Vive sólo en una cueva y no hace nada más que recolectar ramas y meditar. No había visto ningún humano haciendo tal cosa.– reía el joven zorro.– Al parecer, no vive nadie cerca. ¿Para qué quiere perfeccionar su espiritualidad si no tiene a quien presumirla? Además, dijo que era un mago...

–El propósito de la espiritualidad no es presumirla, es más, el querer hacerlo la dañaría. Dije que era un mago, ¿Y qué?

–¿No tenían relación, da?

–Que un zorro hable ya es cosa, ¿Pero además sabes acerca de la magia?

–Algo me han contado los hombres, viejo. Se ve... interesante. ¿Me enseñarías?

El viejo no supo qué responder. De antemano sabía que los zorros eran astutos, e imaginaba las pillerías que podría hacer si aprendiese magia, pero por otra parte, el hecho de que el joven zorro pudiera hablar podría tener relación con la magia. El zorro era especial, y el viejo ermitaño podía sentir una gran cantidad de energía fluyendo dentro de él. La naturaleza le decía y él mismo pensaba que debía aceptar la petición.

–Está bien. ¿Sabes? Te falta un nombre. A partir de ahora te llamarás Neo Vidus, por la nueva vida que tendrás.

Neo comenzó a reír. –Viejo, usted no sabe elegir nombres.

Así, el joven zorro comenzó a aprender magia. Su entrenamiento fue duro. Tenía que meditar en las frías aguas de la cascada en las mañanas y en las noches, mientras que en las tardes tenía que meditar en los bosques sintiendo el pesar del hambre. En el mes siguiente siguió con su rutina matutina-nocturna, mientras que en las tardes tuvo que correr con una roca sobre su espalda por tres zonas conectadas por unos troncos. Y así, en cada mes el viejo ermitaño cambiaba la rutina de entrenamiento, hasta que comenzó a cambiarla por tres semanas, luego por dos, luego por una, y luego por días. Hasta que Neo tenía que emprender cada día una tarea diferente. Los años continuaron pasando, mas un día el ermitaño trajo consigo al zorro hacia la parte más elevada del precipicio. Allí, tendidos, sentían la brisa soplando y sutilmente despellejando los árboles, como también agitando el turbio río a kilómetros de distancia bajo sus pies, y en cuanto observaban el poniente, el viejo dijo:

–Han pasado ya quince años, Neo. No has envejecido nada, qué afortunado.– bromeó.

–No diga eso, maestro Sombra. Usted me ha enseñado por muchos años y nunca le he visto envejecer.

El viejo miraba al poniente con esternón.

–Sí, y me hubiera gustado enseñarte muchos más. ¿Pero sabes? Estoy muy viejo. Ya he vivido más de ciento diez años, es mucho. No creo llegar a más.

–No diga eso, viejo. Usted me ha enseñado sobre magia oscura, magia gélida, hasta me enseñó a transformarme en un ser humano. No puede abandonarme tan pronto. Siempre quise llevarlo conmigo a ver el mundo. Aún no puedo creer todo el tiempo que estuvo aislado, sería una catástrofe si no ve algo diferente.

–Neo, sé lo que sientes, pero entiende que es el camino que yo escogí. No me arrepiento de nada, quizás sólo de no haber podido enseñarte más.

–No, viejo, usted me ha enseñado bastante. Si cree que le resta poco tiempo, ¿Por qué no recorremos las tierras de arriba? Quizás se asombre de cuánto ha cambiado todo.

–No, Neo, no. Escogí vivir aislado porque sé exactamente cómo es la vida de arriba. No creo que los hombres y mujeres hayan cambiado su forma de ser conflictiva en tan poco tiempo. Si muero, deseo que sea aquí, con la tierra y seres que amo.

–Hmm. En mi caso, me gustaría saber cómo es la vida de arriba. Usted sabe, vivirla. No sólo quiero ver estas tierras, si no que las de más allá del océano. Verlo todo.– decía el joven zorro con devoción en su mirar.

–No puedo obligarte a elegir un camino que no quieres, Neo, pero sí advertirte. Ten cuidado, los humanos son traicioneros.

–No generalice, viejo. Usted no lo es, y no creo que todos lo sean, ni siquiera la mayoría.– contestaba Neo, mientras pensaba acerca de la dura vida que debió de haber tenido su maestro.

Y así, en tres años más, el viejo Sombra murió. Como se le fue pedido, Vidus enterró al ermitaño en el árbol cuyas raíces arrancaba cuando se encontraron. Tres días después, Neo escaló el precipicio y vio un mundo nuevo. Había un bosque inmenso que resplandecía con el alba. Emocionado, decidió marchar hacia el futuro.

Había decidido conservar su nombre. Como cambió de vida al encontrarse con el viejo, también la mudó cuando se despidieron. Al día siguiente se encontró con un poblado alojado a las orillas del mar. Se llamaba Azura, Villa Azura, y la gente pescaba y andaba por doquier. Fatigado, el joven zorro zigzagueó por el pueblo, tambaleándose sin cesar. No había probado bocado alguno desde que se marchó del Precipicio Perspicaz. La gente no parecía notarlo, pues caminaban sin hesitar y el zorro, notando a, y afligido por, lo sucedido, fue hacia un callejón y se transformó en un humano semejante a los que veía, y robó la ropa tendida entre los dos edificios que formaban el callejón. El siguiente movimiento del joven zorro fue ir a un restaurante, donde probó por fin un bocado que le pareció semejante al néctar divino. Lo pagó con el dinero que el viejo Sombra aún conservaba. Allí, oyó a unos hombres conversar:

–¡Te lo garantizo, lo vi con mis propios ojos! El muy pillo volvió a entrar a mi ferretería con su espantosa apariencia, y usurpó nuevamente mis herramientas.– rugía un hombre robusto, usando una camisa a rayas y una gorra roja que decía “Reparador”.

–No te creo. El cyborg es solamente un mito.– reía un hombre vestido con terno, mientras Neo los escuchaba de espaldas bebiendo café.

–¡Es verdad! Explica entonces por qué mis herramientas desaparecieron.

–Yo qué voy a saber. Quizás un zorro ladrón te las robó.

Neo no pudo evitar escupir el café. Secando cuidadosamente su boca, comenzó a observarlos detenidamente, en cuanto comenzaba a reaparecer su cola.

–¿Un zorro ladrón? ¿Desde cuándo un zorro tiene engranajes y metal resplandeciente cubriendo la mitad de su cara, pecho y piernas?– Neo comenzó a interesarse por el individuo descrito. Comenzaron a reaparecer bigotes en su cara.

–Debiste estar alucinando, te lo garantizo. Los zorros son pillos. Ayer uno me robó mis calcetines y se comió mi desayuno.– Le comenzaron a aparecer orejas.

Los dos hombres se percataron de que eran observados, y comenzaron a intrusear por los cuatros puntos cardinales. En tanto, el cuerpo de Neo volvió a ser el de un zorro, su carita llena de migajas.

–¡Ajá! Te lo dije. En villa Azura hay una plaga de zorros.– exclamaba orgullosamente de si mismo el hombre de terno.– ¡Oiga, garzón, hay un zorro hurtando comida!

Todo el mundo comenzó a gritar, asustados por la criatura que arruinaba sus almuerzos tan sólo por su presencia. Entremedio del caos producido, el garzón sacó una escoba y comenzó a perseguir al joven zorro quien terminó por huir de local. Se dirigió hacia una colina cercana al restaurante.

–Veo que no soy muy bienvenido en este pueblo.– jadeaba para sus adentros.

Arriba, entre las ramas del árbol en que se afirmaba, oyó una estruendosa carcajada. Se volteó y presenció algo que no podía creer. Era un hombre, pero la mitad de su cara la cubrían placas metálicas con engranajes y tuercas, su pecho era de un metal pulcro y sus piernas y brazo izquierdo estaban metalizados.

–¡Vaya lío que montaste, hermano! Lo vi de principio a fin. Tenías que ver tu cara.– comentaba el hombre, riendo entredientes.

Neo estaba aturdido, no sólo por estar viendo un cyborg, sino que por la ligereza con que se está tomando el asunto.

–¿No estás sorprendido luego de verme transformarme en un zorro?

El cyborg lo miró detenidamente, luego se echó a reír.

–¡Hermano, si nos comparamos yo soy el más raro aquí!– decía con una sonrisa, que a Neo le pareció ligeramente tosca.

–Oí por parte de unos hombres, que eras un ladrón. ¿Es cierto eso, extraño hermano?

–No, no, no. Sí he hurtado tuercas y todo eso, pero ha sido para sobrevivir.
–Ya veo...

–¡Pero tú, hermano, no sólo armaste escándalo, si no que además por tu culpa vetarán el local por sentado!

–¿Por qué me llamas “hermano”?

–Je je, es bueno que lo preguntes. Soy Silverleen, ¿Qué te parece convertirte en mi hermano menor?

–¡¿Qué?!

Y así es como mi vida se entrecruzó con Silverleen, el cyborg ladrón...

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